_¡Ludovico!
¿Dimmi, non hai visto Marco?
_No
madre, non l’ ho visto...
Cruzaron el océano Atlántico,
en un navío de carga que trasladaba maquinaria agrícola de Turín con destino al
puerto de Buenos Aires. En esos tiempos la decisión de realizar semejante
viaje, debió estar acompañada de mucha audacia y pienso que con algo también de
desesperación. Se trataba de trasladarse
a tierras tan lejanas y desconocidas...
Apenas había comenzado
la era de la Radio y el conocimiento que se poseía del resto del mundo era muy
limitado. El país que habitaban, para aquellos que vivían en los pequeños
pueblos europeos, estaba constituido por los sesenta kilómetros a la redonda
del pueblo (que era la distancia máxima que se podía alcanzar en bicicleta); el resto era una región
prácticamente desconocida. ¡Imagino, otro Continente! Otro idioma, diferentes
costumbres, una nueva legislación, el
sólo hecho de ser extranjero.., toda una serie de información que hoy nos
parece sencilla de obtener, dada la fluidez de las comunicaciones.
No es fácil para quienes
vivimos en esta era adentrarnos en la visión que esa generación podía tener del
mundo. Digamos que hoy, se puede viajar a cualquier parte del Planeta sin
moverse del sillón del living de la casa, e incluso, partiendo de un
conocimiento previo del lugar de destino. En aquellos tiempos sólo alguna imagen que se podía rescatar de una postal
o revista, conformaba toda la
información que se podía obtener.
Se
sabía por medio de la correspondencia escasa que llagaba, que Argentina era un
País en donde abundaba el trabajo. Que había una fuerte demanda de mano de obra
calificada para una industria que florecía. Muchos no sabían que era consecuencia de la Segunda Guerra Mundial que
se desarrolló en Europa. Podía haberles
parecido absurdo conocer esto. Pero más lo había sido esa guerra a la cual, el
pueblo se había visto obligado a
participar sin opción, sin comprender
siquiera lo que realmente ocurría.
Irónico o no; lo cierto fue que la devastación que ocasionó ese enfrentamiento
bélico disparó las economías de los países hacia los cuales se dirigían. No
aceptaban volver a vivir bajo regímenes
que de manera arbitraria y criminal, pudieran exponerlos a otra
matanza. Sin embargo y tal vez, el
verdadero motivador del éxodo fue debido al hecho que al regresar a sus casas,
el poco trabajo que podía dar sustento a sus “nuevas vidas” había sido repartido entre aquellos que
apoyaron el último régimen impuesto. La mayoría de los ex - combatientes había perdido todos sus bienes materiales por
acción misma de la guerra. Sus familias estaban desmembradas... En resumen, era
lo mismo recomenzar en cualquier parte del Planeta.
Sin
consciencia alguna fueron los pioneros de la globalización. El nuevo orden había
sido impuesto. Los grandes capitales se habían trasladado a América del Norte y
los otros, igualmente grandes pero de origen cuestionable, a América del Sur.
Pocos se dieron cuenta que los dueños de todas aquellas fabricas a las que
llegaban para comenzar a trabajar, eran europeos; y muy pocos
se preguntaron como podía ser esto posible. ¿Dónde habían estado éstos
todo éste tiempo?
Marcelo,
el tercero de los ocho hijos de Anna, cumplió funciones como maquinista de
abordo en los aviones que Italia tenía apostados el Albania. No por haber sido
Oficial de la Aviación, era soldador especializado y había adquirido algún
conocimiento de mecánica, dentro de alguna fábrica de los alrededores de
Verona. Siempre contaba que a principios de la guerra, cuando Italia se
encontraba aliada con Alemania... o mejor dicho, cuando Hitler y el Duche se
aliaron, compartían el aeropuerto de Albania con los alemanes. A pesar de sus
diferencias en cuanto a sus costumbres y educación, lograron una cierta
afinidad, propia de jóvenes que compartían un mismo espacio.
_Eran muchachos como nosotros. –Decía
Marcelo.- _Compartíamos la correspondencia que recibíamos de la familia y
jugábamos a las cartas. Ellos conseguían
la cerveza, nosotros el vino. En las noches mientras que Mauro tocaba la
armónica, Clauss bailaba alrededor del fuego.
Hablaban
de cosas simples y es que eran hijos de campesinos, albañiles, obreros.
Provenían en su mayoría de pueblos pequeños, con una enseñanza elemental y
básica. Añoraban la huerta en el fondo de las casas con el gallinero adjunto y
el cerdo para fin de año. El vino casero que preparaba toda la familia en la
época de la vendimia y que mantenía aún en esos días, un cierto sabor a
pólvora, remanente acido de la Primera Guerra
que aún convivía con los mayores.
_Compartíamos un mismo espacio, separado por
dos hangares y una misma interrogante: ¿Qué hacemos aquí? Cada tanto, salíamos a dar una vuelta de
reconocimiento en algún avión y volvíamos a tierra. En todo ese tiempo, no
hicimos ni un solo disparo.
-Siempre, cuando llegaba a esta parte del cuento, hacía
un silencio para beber un sorbo de vino ;
una manera de tragar esos recuerdos.
_Una
madrugada llegó el aviso por radio que Italia había declarado la guerra a
Alemania. Sin saber que era exactamente lo que esto quería decir, comenzamos a
disparar. ¡Fue la orden que nos dieron!
Le pregunté al Sargento: ¿Qué hacemos?
Y.., disparemos, dijo él.
¡Disparen, nos ordenó!
Allí
finalizaba el cuento de Marcelo. Imagino que comenzaban los disparos a cruzarse
de un hangar al otro; tan absurdos y desesperados, unos como otros. Disparaban
a su compañero de baile, a su confidente de viejos amores, a sus amigos de
ayer; con los que habían compartido meses de amistad y que también, habían generado afecto. Hoy
debían matarlos y sin siquiera saber porqué. Eran órdenes y debían ser
cumplidas. Ellos eran soldados. ¿Qué
otra explicación podría tener? ¿Cómo mediar con la racionalidad?
Marcelo a pesar de su desconcierto, propio de
la falta de información adecuada (hecho éste que condiciona a la gente como
propicia de ser fácilmente influenciable
por los regímenes totalitaristas); poseía un grado de individualismo tal, que
le permitió comprender la irracionalidad de lo que ocurría. Su determinación lo
llevó a reaccionar en contra de aquello que acontecía. Escapó del campo de batalla.
Su tez morena, así como su oficio de soldador, le permitieron sobrevivir entre
los beduinos hasta terminada la guerra. Pero como no podía ser de otra manera,
debió de ingeniárselas para regresar a su país. Los acomodados oligarcas de
turno, lo juzgarían como desertor, así que debió armar una historia de
prisionero y enfermedades del desierto, mezclarse con algún batallón perdido y
colarse en un lanchón hacia su casa. De
haber aceptado la orden de disparar, jamás hubiera abordado el barco hacia
Buenos Aires. Tal vez hubiese sobrevivido a la matanza, pero no hubiera podido
ejercer nunca más su autodeterminación.
Quedaría preso de la traición a su propio sentido del valor de la vida y
transcurriría su historia, como un soldadito de plomo más sobre el tablero de
la codicia. Y es que, hubo una nueva
orden impartida al finalizar la guerra. Una que solo obedecieron aquellos que
se quedaron disparando y sobrevivieron.
"¡Ahora limpien todo, que debemos comenzar de nuevo!” Dijo una voz
desconocida. “¡Construyamos la nueva Europa!”
_ ¿Y para quién? Se preguntaba Marcelo.
Los
que abordaron aquel barco, así como tantos otros que zarparon hacia estas latitudes
en aquella huída, no sabían realmente hacia donde se dirigían. Únicamente
sabían aquello que ya no querían para
ellos, ni para sus familias. No se trató de cobardía, ya habían demostrado por
demás no ser cobardes ni durante la guerra, ni al tomar la decisión de abordar ese barco.
Tampoco temían al sacrificio, gracias al cual tenemos mucho de lo que hay hoy en
estas tierras. Lo que sí no volverían a aceptar es que alguien les impusiera: “¡Ahora, debes
dejarte matar. Luego tendrás tiempo,
para preguntar porqué!”
A
Marco, Gianna lo parió en el barco. La
asistió en el parto Helena. Una hermosa muchacha de veintiséis años, que estaba
acostumbrada a ayudar a su madre por ser
la mayor de doce hermanos. En aquel entonces, las parteras solían llegar tarde.
Podían no ser avisadas a tiempo, o bien
coincidía el parto con la hora en que
todos los hombres se encontraban en las fábricas o el los campos. De allí que
Helena adquiriera práctica forzada como partera. Por esto a Marco le quedó el
ombligo hacia fuera, tal vez por la falta de precisión en el corte o bien por
el movimiento de la marea, al que no
estaba acostumbrada Helena. Esto hizo
que Anna se sintiera por siempre en
deuda con él. Un sentimiento de culpa por haberlo traído al mundo en tan
precarias condiciones. Esto trataría de
compensárselo durante toda la vida, haciendo de Marco su hijo predilecto. El
sobreprotegido “della Mamma”. Aquel que colmaría todas sus expectativas, el
logro de su existencia, la luz de sus ojos.
Siempre
le decía a Ludovico, su hijo mayor:
_Marco é l’ immagine della prosperitá. Lui é
l’innizio della nuova vita che ci aspetta
nell’Argentina.
Cuando
nació Marco Ludovico tenía quince años. Más allá de la diferencia de
edades, siempre los diferenció su propia historia.
Ludovico
presenció la muerte desde muy pequeño. No la muerte generacional, a la que
todos estamos de alguna forma preparados para comprender. El convivió con la muerte absurda, la muerte
injusta, el asesinato impune que genera una explosión sin sentido, sin poder
comprender siquiera el porqué. Aprendió
a trabajar la huerta para tener algo que
agregarle a la polenta que les tocaba como parte del racionamiento de
alimentos. Memorizó el lugar donde se
encontraban los refugios antiaéreos, a los cuales debía concurrir
inmediatamente después de escuchar sonar las sirenas. Aún hoy el paso de una
ambulancia o de los bomberos, lo incitan
a salir corriendo en busca de un refugio.
Tomó “café” hecho con semillas secas de uva. Ayudaba a la madre a ordenar la casa, después de cada redada que realizaban los
Nazi, llevándose todo aquello que suponían necesario; y corría a avisar a sus
hermanas cuando se enteraba que ingresaba alguna patrulla al pueblo. Trabajó
desde los trece años en una fabrica de zapatos, la que se transformó
rápidamente en una fabrica de botas para el ejercito. Vio engordar al dueño de
la fabrica, mientras que intercambiaba cigarros con aquel General alemán. En
algún momento llegó a dudar si la
guerra, era en contra de los
alemanes. Lo comprendió algunos años más
tarde, cuando vio una fotografía del viejo obeso, sobre un escritorio.
Marco
creció junto con la abundancia. Si bien el inicio fue duro, el tiempo y el
sacrificio iban arrojando sus frutos. La precaria casa que compraron al llegar,
se fue transformando en una inmensa residencia de seis dormitorios y cinco baños. El barro de
las calles se cubrió de asfalto y la bicicleta del padre se transformó en un flamante Torino de
cuatro puertas. La alacena desbordaba de enlatados y
conservas (el llamado síndrome del postguerra, el miedo a la escasez, algo que
Marco no entendía y que Ludovico ayudaba a inventariar); los refrigeradores..,
los tres; puesto que uno no era suficiente, podían dar alimentos a cinco
familias durante un mes.
El
tiempo y la dedicación al trabajo
llevaron a Ludovico a ser el Jefe de las sección de la fábrica en la que
trabajaba. Ya con cuarenta y cinco años, todos le recriminaban el no haberse
casado, no haber formado una familia. El sonreía y se hacía el desentendido.
Simplemente decía. “No agregaré más sufrimientos a mi historia, un poco de
brisa no hace la serenidad”.
A
Marco le faltaban año y medio para finalizar su carrera de Contador Público, y
más que un futuro profesional, para Anna, era un personaje fantástico, un
excelso; la tan repetida historia de “m’hijo el Dotor”. Para la familia
constituía un símbolo de prosperidad, casi un título nobiliario. Y es que para las familias de esa época,
constituía un logro muy importante. Provenían de sociedades aún con rasgos
feudales, en donde el “Dueño del Pueblo”, “Il Signore”, era el único que podía enviar a
sus hijos a completar sus estudios terciarios. El resto del pueblo debía
ponerlos a trabajar lo antes posible
para proveer el sustento para la familia. Es decir, los hijos eran mano
de obra necesaria para el mantenimiento del grupo familiar. Cuanto más hijos,
mayor entrada de dinero. Cuando tenían la edad suficiente para comenzar a
trabajar, dejaban sus estudios para iniciar su actividad productiva. Debían
aportar sus ingresos directamente
al jefe de familia (que podía ser tanto la madre, como el padre, eso ya dependía del carácter de
cada uno). De allí, recibía su sustento; alimento y vestimenta. Al momento de
recibir alguno de ellos, la autorización para contraer matrimonio, el jefe de
familia contribuía con la “Dote”. Esta
solía ser desde el juego de dormitorio para la nueva pareja, hasta un lugar en el terreno construir su
propia casa. Dependía de las
posibilidades de cada uno. Una especie de ahorro forzado sin seguridad de
retorno.
A Marco el hecho de ir a la universidad lo
convertía en el epicentro de todas las preguntas; desde preguntarle si la lycra era más
resistente que el polyester, hasta la tendencia política que tenía este nuevo
presidente norteamericano, John
Kennedy. Era como una reafirmación de su
estatus universitarios, un mostrar ante todos los de la familia los conocimientos que había adquirido.
Los domingos y sin excepciones,
se realizaba el solemne almuerzo en familia. Los primeros años acontecía que
las mujeres pasaban toda la mañana amasando la harina, para hacer la pasta casera. Esta tradición,
se fue perdiendo con el tiempo y fue satisfactoriamente sustituida por el
asado. Algunos lo atribuyen a la
emancipación de la mujer; otros a la
fascinación y el ritual de la carne asada. Lo cierto era que nadie faltaba a la
cita, y en los últimos años, se llegaron a contabilizar hasta veintisiete
personas sentadas a la mesa. Esto lo sabía Ludovico, quién estaba encargado de
las compras y de que no faltara el vino. La rutina temática era siempre la
misma. Se comenzaba con las fábricas, con lo mal administradas que estaban por
sus dueños y cada uno, aportaba su receta, sobre cuales eran las fórmulas para
el mejoramiento de los sistemas de producción. Hasta que inevitablemente
alguien pronunciaba la famosa frase..”¡Eh.., si! Non é come nell’Italia.” A partir de ese momento,
acompañada de un nivel alcohólico considerable, comenzaba el recorrido
histórico en la península, con cuentos llenos de nostalgias y pesares. Se
hablaba del Duche, de Hitler, de Stalin; de los comunistas y los
socialistas, de los “partigiani” y los
“camiccie nere”. Así como una visión mágica, el
“Ocean Drive”, el barco que los
trajo hasta el Puerto de Buenos Aires, volvía a recobrar vida. Era como si
retornaran al Atlántico en una situación de rehenes del pasado. Y en realidad,
así era; puesto que nunca lograron
desembarcar por completo del navío.
Dejaron por siempre un pié puesto en la Bota. De esta manera, lo que eran reseñas
históricas, acontecimientos propios de una sociedad que se expandió por el
mundo, quedaban recluidos en el pasado, en aquel Continente que les parecía tan
lejano. Daban la sensación que antes de subir al Barco, lo hubiesen esterilizado contra la historia
que llevaban consigo, como si aquel libro, alguien lo hubiese quemado. Eran
historias antiguas que no se volverían a repetir, habían quedado enterradas
junto a dos locos que los llevaron a participar de una aventura de horror y
espanto, y que se diluyó, junto con sus
cenizas. Nadie notó en ninguna ocasión, que Marco no era parte de esa historia.
Marco, a pesar de ser
parte de la familia, se sentía en parte huérfano durante estas sobremesas. El
conocía otra historia, una que se vivía en las calles de su país, que golpeaba
las puertas de sus habitantes y que le era cotidiana en la Facultad. Los cuentos que escuchaba de sus parientes,
mas allá de quedar en un pasado lejano, se superponían a los acontecimientos
que discutía diariamente con sus compañeros de estudio. Lo que para toda la
mesa era un final, para él era un posible comienzo. Tal vez, para Ludovico, en
su actitud moderada, fuese simplemente una continuidad y es que “un
poco de brisa no hace la serenidad”.
A
las grandes fábricas con sus dieciséis horas de trabajo, las sucedieron los
televisores y el futbol. Las alacenas repletas y el buen vino, se conjugaban en
una suerte de Opio Chino para estos sobrevivientes de la guerra. Era una
generación que se consideraba satisfecha. Habían hecho su “sacrificio” y
obtenido el mérito correspondiente. Los hijos iban ocupando los lugares
vacantes en las mismas fábricas que ellos ayudaron a formar. Las hijas
encontraban maridos, que tenía su lugar en iguales fábricas. Todo era
satisfactorio. El futuro estaba claro, y la historia la habían dejado en
Italia. Solamente Marco, llevaba la historia de la región en su conciencia; la
que bajo su óptica, iba tomando forma cada domingo con cada anécdota, con cada
copa de vino.
El
día que cerraron la primer fábrica, a alguno se le ocurrió pensar que algo estaba
pasando. La mañana en la que unos cuantos militares se llevaron a Marco a
golpes, junto a otros cuatro estudiantes de la cuadra, Anna cayó presa de una profunda depresión y
quedó inmóvil en una silla de ruedas.
Antonio, el padre, salió por fin de adentro de su fábrica y comentó:
_“¡Ma questi! ¿Erano los camiccia
nera?”
_No papá – Le contestó Ludovico- Son
los amigos de Renato, el dueño de la fábrica donde tu trabajas. ¿Te acuerdas?
Es el hijo del gordo aquel de Verona, que tenía la fábrica de zapatos, en donde yo trabajé de pequeño…
Los domingos ya no hubo más reunión
familiar; no tanto por la desaparición de Marco, del que no se supo nunca más
nada. Más bien porque ya no había familia en Buenos Aires. Aquellos que no regresaron a Italia en busca
de trabajo, terminaron en cualquier otro país, en busca de salvar sus vidas.
Solamente
un acto repetido acusaba que era domingo. A las doce y treinta horas, Anna en su silla de ruedas se acercaba a la mesa del comedor. Miraba el
plato que había colocado a las doce en punto
junto al vaso de vino y los cubiertos;
y empuñando su pañuelo se quejaba porque el plato no había sido tocado y
el vaso de vino, seguía intacto.
Entonces,
llamaba a Ludovico , y le gritaba;
_¡Ludovico!
¿Dimmi, non hai visto Marco?
_No
madre, non l’ ho visto...