jueves, 28 de abril de 2016

Hay días que el amor...

Hay días que el amor, todo,
fluye a través de tus ojos…
Es cuando agradezco el aire
que aún empuja a mis pulmones
para no dejar que la realidad,
la real realeza los aplaste.
Ahogo entonces las lágrimas en agua fría
y salgo a besar la brisa de la mañana
con los labios de la nostalgia
del día aquel, en que todo se hizo ceniza.
De cuando la comprensión llegó a mí
para teñir con su inquisición los sueños
y no hubo espacios para el desasosiego,
no cantaron ni las ranas en los charcos
aquella tarde de silogismos,
que se desbarrancó por aquel acantilado de razones.
No llovió aquel día, poco había qué regar.
Entendía que la luz alcanzaba más allá de mi vista
y quería ver hasta aquel vértice perdido
entre la maleza de historias mal contadas.
Logré mirar sobre el hombro de la mentira
y vi la piedad que ésta suplica, llorando
por las consecuencias de sus diabluras.
Regresé al agujero que involucra mi existencia,
donde el interminable cosmos
es el infinito cenit de mi locura.
Y dentro, tan dentro que el solo leerlo
atrae a los alientos del abismo…
Así que los días que el amor, todo,
fluye a través de tus ojos…
es cuando agradezco el aire
que aún empuja a mis pulmones
para no dejar que la realidad,
la real realeza los aplaste.

martes, 26 de abril de 2016

Pasaje del Libro en construcción: Entiendo que he vivido de a trazos...


_¡Ludovico! ¿Dimmi, non hai visto Marco?
_No madre, non l’ ho visto...
Cruzaron el océano Atlántico, en un navío de carga que trasladaba maquinaria agrícola de Turín con destino al puerto de Buenos Aires. En esos tiempos la decisión de realizar semejante viaje, debió estar acompañada de mucha audacia y pienso que con algo también de desesperación.  Se trataba de trasladarse a tierras tan lejanas y desconocidas...
Apenas había comenzado la era de la Radio y el conocimiento que se poseía del resto del mundo era muy limitado. El país que habitaban, para aquellos que vivían en los pequeños pueblos europeos, estaba constituido por los sesenta kilómetros a la redonda del pueblo (que era la distancia máxima que se podía alcanzar  en bicicleta); el resto era una región prácticamente desconocida. ¡Imagino, otro Continente! Otro idioma, diferentes costumbres,  una nueva legislación, el sólo hecho de ser extranjero.., toda una serie de información que hoy nos parece sencilla de obtener, dada la fluidez de las comunicaciones.
No es fácil para quienes vivimos en esta era adentrarnos en la visión que esa generación podía tener del mundo. Digamos que hoy, se puede viajar a cualquier parte del Planeta sin moverse del sillón del living de la casa, e incluso, partiendo de un conocimiento previo del lugar de destino. En aquellos tiempos sólo  alguna imagen que se podía rescatar de una postal o revista,  conformaba toda la información que se podía obtener. 

Se sabía por medio de la correspondencia escasa que llagaba, que Argentina era un País en donde abundaba el trabajo. Que había una fuerte demanda de mano de obra calificada para una industria que florecía. Muchos no sabían que era  consecuencia de la Segunda Guerra Mundial que se desarrolló en Europa.  Podía haberles parecido absurdo conocer esto. Pero más lo había sido esa guerra a la cual, el pueblo  se había visto obligado a participar sin opción,  sin comprender siquiera  lo que realmente ocurría. Irónico o no; lo cierto fue que la devastación que ocasionó ese enfrentamiento bélico disparó las economías de los países hacia los cuales se dirigían. No aceptaban volver a vivir bajo regímenes  que de manera arbitraria y criminal, pudieran exponerlos a otra matanza.  Sin embargo y tal vez, el verdadero motivador del éxodo fue debido al hecho que al regresar a sus casas, el poco trabajo que podía dar sustento a sus “nuevas vidas”  había sido repartido entre aquellos que apoyaron el último régimen impuesto. La mayoría de los ex - combatientes  había perdido todos sus bienes materiales por acción misma de la guerra. Sus familias estaban desmembradas... En resumen, era lo mismo recomenzar en cualquier parte del Planeta.

Sin consciencia alguna fueron los pioneros de la globalización. El nuevo orden había sido impuesto. Los grandes capitales se habían trasladado a América del Norte y los otros, igualmente grandes pero de origen cuestionable, a América del Sur. Pocos se dieron cuenta que los dueños de todas aquellas fabricas a las que llegaban para comenzar a trabajar, eran europeos;  y muy pocos  se preguntaron  como  podía ser esto posible. ¿Dónde habían estado éstos todo éste tiempo?

Marcelo, el tercero de los ocho hijos de Anna, cumplió funciones como maquinista de abordo en los aviones que Italia tenía apostados el Albania. No por haber sido Oficial de la Aviación, era soldador especializado y había adquirido algún conocimiento de mecánica, dentro de alguna fábrica de los alrededores de Verona. Siempre contaba que a principios de la guerra, cuando Italia se encontraba aliada con Alemania... o mejor dicho, cuando Hitler y el Duche se aliaron, compartían el aeropuerto de Albania con los alemanes. A pesar de sus diferencias en cuanto a sus costumbres y educación, lograron una cierta afinidad, propia de jóvenes que compartían un mismo espacio.

_Eran muchachos como nosotros. –Decía Marcelo.-  _Compartíamos la correspondencia que recibíamos de la familia y jugábamos a las cartas.  Ellos conseguían la cerveza, nosotros el vino. En las noches mientras que Mauro tocaba la armónica,  Clauss  bailaba alrededor del fuego.

Hablaban de cosas simples y es que eran hijos de campesinos, albañiles, obreros. Provenían en su mayoría de pueblos pequeños, con una enseñanza elemental y básica. Añoraban la huerta en el fondo de las casas con el gallinero adjunto y el cerdo para fin de año. El vino casero que preparaba toda la familia en la época de la vendimia y que mantenía aún en esos días, un cierto sabor a pólvora, remanente acido de la Primera Guerra  que aún convivía con los mayores.

_Compartíamos un mismo espacio, separado por dos hangares y una misma interrogante: ¿Qué hacemos aquí?  Cada tanto, salíamos a dar una vuelta de reconocimiento en algún avión y volvíamos a tierra. En todo ese tiempo, no hicimos ni un solo  disparo.

-Siempre,  cuando llegaba a esta parte del cuento, hacía un silencio para beber un sorbo de vino ;  una manera de tragar esos recuerdos.
_Una madrugada llegó el aviso por radio que Italia había declarado la guerra a Alemania. Sin saber que era exactamente lo que esto quería decir, comenzamos a disparar. ¡Fue la orden que nos dieron!  Le pregunté al Sargento: ¿Qué hacemos?  Y.., disparemos, dijo él.     ¡Disparen,  nos ordenó!
Allí finalizaba el cuento de Marcelo. Imagino que comenzaban los disparos a cruzarse de un hangar al otro; tan absurdos y desesperados, unos como otros. Disparaban a su compañero de baile, a su confidente de viejos amores, a sus amigos de ayer; con los que habían compartido meses de amistad y  que también, habían generado afecto. Hoy debían matarlos y sin siquiera saber porqué. Eran órdenes y debían ser cumplidas. Ellos eran soldados.  ¿Qué otra explicación podría tener? ¿Cómo mediar con la racionalidad? 
  Marcelo a pesar de su desconcierto, propio de la falta de información adecuada (hecho éste que condiciona a la gente como propicia  de ser fácilmente influenciable por los regímenes totalitaristas); poseía un grado de individualismo tal, que le permitió comprender la irracionalidad de lo que ocurría. Su determinación lo llevó a reaccionar en contra de aquello que acontecía. Escapó del campo de batalla. Su tez morena, así como su oficio de soldador, le permitieron sobrevivir entre los beduinos hasta terminada la guerra. Pero como no podía ser de otra manera, debió de ingeniárselas para regresar a su país. Los acomodados oligarcas de turno, lo juzgarían como desertor, así que debió armar una historia de prisionero y enfermedades del desierto, mezclarse con algún batallón perdido y colarse en un lanchón hacia su casa.  De haber aceptado la orden de disparar, jamás hubiera abordado el barco hacia Buenos Aires. Tal vez hubiese sobrevivido a la matanza, pero no hubiera podido ejercer nunca más  su autodeterminación. Quedaría preso de la traición a su propio sentido del valor de la vida y transcurriría su historia, como un soldadito de plomo más sobre el tablero de la codicia.  Y es que, hubo una nueva orden impartida al finalizar la guerra. Una que solo obedecieron aquellos que se quedaron disparando y sobrevivieron.  "¡Ahora limpien todo, que debemos comenzar de nuevo!” Dijo una voz desconocida. “¡Construyamos la nueva Europa!” 
_ ¿Y para quién?  Se preguntaba Marcelo.

Los que abordaron aquel barco, así como tantos otros que zarparon hacia estas latitudes en aquella huída, no sabían realmente hacia donde se dirigían. Únicamente sabían  aquello que ya no querían para ellos, ni para sus familias. No se trató de cobardía, ya habían demostrado por demás  no ser cobardes ni durante la guerra,  ni al tomar la decisión de abordar ese barco. Tampoco temían al sacrificio, gracias al cual tenemos mucho de lo que hay hoy en estas tierras. Lo que sí no volverían a aceptar es  que alguien les impusiera: “¡Ahora, debes dejarte matar. Luego tendrás tiempo,  para preguntar porqué!”

A Marco,  Gianna lo parió en el barco. La asistió en el parto Helena. Una hermosa muchacha de veintiséis años, que estaba acostumbrada a ayudar a su madre  por ser la mayor de doce hermanos. En aquel entonces, las parteras solían llegar tarde. Podían no ser avisadas a tiempo,  o bien coincidía el parto con  la hora en que todos los hombres se encontraban en las fábricas o el los campos. De allí que Helena adquiriera práctica forzada como partera. Por esto a Marco le quedó el ombligo hacia fuera, tal vez por la falta de precisión en el corte o bien por el movimiento de la marea,  al que no estaba acostumbrada Helena.  Esto hizo que Anna  se sintiera por siempre en deuda con él. Un sentimiento de culpa por haberlo traído al mundo en tan precarias condiciones.  Esto trataría de compensárselo durante toda la vida, haciendo de Marco su hijo predilecto. El sobreprotegido “della Mamma”. Aquel que colmaría todas sus expectativas, el logro de su existencia, la luz de sus ojos.  

Siempre le decía a Ludovico,  su hijo mayor:
_Marco é l’ immagine della prosperitá. Lui é l’innizio della nuova vita che ci aspetta  nell’Argentina.
Cuando nació Marco Ludovico tenía quince años. Más allá de la diferencia de edades,  siempre los diferenció  su propia historia. 
Ludovico presenció la muerte desde muy pequeño. No la muerte generacional, a la que todos estamos de alguna forma preparados para comprender.  El convivió con la muerte absurda, la muerte injusta, el asesinato impune que genera una explosión sin sentido, sin poder comprender siquiera el porqué.  Aprendió a trabajar la huerta  para tener algo que agregarle a la polenta que les tocaba como parte del racionamiento de alimentos.  Memorizó el lugar donde se encontraban los refugios antiaéreos, a los cuales debía concurrir inmediatamente después de escuchar sonar las sirenas. Aún hoy el paso de una ambulancia o de  los bomberos, lo incitan a salir corriendo en busca de un refugio.  Tomó “café” hecho con semillas secas de uva.  Ayudaba a la madre a ordenar la casa,  después de cada redada que realizaban los Nazi, llevándose todo aquello que suponían necesario; y corría a avisar a sus hermanas cuando se enteraba que ingresaba alguna patrulla al pueblo. Trabajó desde los trece años en una fabrica de zapatos, la que se transformó rápidamente en una fabrica de botas para el ejercito. Vio engordar al dueño de la fabrica, mientras que intercambiaba cigarros con aquel General alemán. En algún momento llegó a dudar si  la guerra, era en  contra de los alemanes.  Lo comprendió algunos años más tarde, cuando vio una fotografía del viejo obeso,  sobre un escritorio.

Marco creció junto con la abundancia. Si bien el inicio fue duro, el tiempo y el sacrificio iban arrojando sus frutos. La precaria casa que compraron al llegar, se fue transformando en una inmensa residencia de  seis dormitorios y cinco baños. El barro de las calles se cubrió de asfalto y la bicicleta del  padre se transformó en un flamante Torino de cuatro  puertas.  La alacena desbordaba de enlatados y conservas (el llamado síndrome del postguerra, el miedo a la escasez, algo que Marco no entendía y que Ludovico ayudaba a inventariar); los refrigeradores.., los tres; puesto que uno no era suficiente, podían dar alimentos a cinco familias durante un mes.

El tiempo y la dedicación al trabajo  llevaron a Ludovico a ser el Jefe de las sección de la fábrica en la que trabajaba. Ya con cuarenta y cinco años, todos le recriminaban el no haberse casado, no haber formado una familia. El sonreía y se hacía el desentendido. Simplemente decía.  “No agregaré  más sufrimientos a mi historia, un poco de brisa no hace la serenidad”.

A Marco le faltaban año y medio para finalizar su carrera de Contador Público, y más que un futuro profesional, para Anna, era un personaje fantástico, un excelso; la tan repetida historia de “m’hijo el Dotor”. Para la familia constituía un símbolo de prosperidad, casi un título nobiliario.  Y es que para las familias de esa época, constituía un logro muy importante. Provenían de sociedades aún con rasgos feudales,  en donde  el “Dueño del Pueblo”,  “Il Signore”, era el único que podía enviar a sus hijos a completar sus estudios terciarios. El resto del pueblo debía ponerlos a trabajar lo antes posible  para proveer el sustento para la familia. Es decir, los hijos eran mano de obra necesaria para el mantenimiento del grupo familiar. Cuanto más hijos, mayor entrada de dinero. Cuando tenían la edad suficiente para comenzar a trabajar, dejaban sus estudios para iniciar su actividad productiva.  Debían  aportar sus ingresos  directamente al jefe de familia (que podía ser tanto la madre, como  el padre, eso ya dependía del carácter de cada uno). De allí, recibía su sustento; alimento y vestimenta. Al momento de recibir alguno de ellos, la autorización para contraer matrimonio, el jefe de familia contribuía con  la “Dote”. Esta solía ser desde el juego de dormitorio para la nueva pareja,  hasta un lugar en el terreno construir su propia casa.  Dependía de las posibilidades de cada uno. Una especie de ahorro forzado sin seguridad de retorno.    

 A Marco el hecho de ir a la universidad lo convertía en el epicentro de todas las preguntas;  desde preguntarle si la lycra era más resistente que el polyester, hasta la tendencia política que tenía este nuevo presidente norteamericano,  John Kennedy.  Era como una reafirmación de su estatus universitarios, un mostrar ante todos los de la familia  los conocimientos que había adquirido.
Los domingos y sin excepciones, se realizaba el solemne almuerzo en familia. Los primeros años acontecía que las mujeres pasaban toda la mañana amasando la harina,  para hacer la pasta casera. Esta tradición, se fue perdiendo con el tiempo y fue satisfactoriamente sustituida por el asado.  Algunos lo atribuyen a la emancipación de la mujer;  otros a la fascinación y el ritual de la carne asada. Lo cierto era que nadie faltaba a la cita, y en los últimos años, se llegaron a contabilizar hasta veintisiete personas sentadas a la mesa. Esto lo sabía Ludovico, quién estaba encargado de las compras y de que no faltara el vino. La rutina temática era siempre la misma. Se comenzaba con las fábricas, con lo mal administradas que estaban por sus dueños y cada uno, aportaba su receta, sobre cuales eran las fórmulas para el mejoramiento de los sistemas de producción. Hasta que inevitablemente alguien pronunciaba la famosa frase..”¡Eh.., si!  Non é come nell’Italia.” A partir de ese momento, acompañada de un nivel alcohólico considerable, comenzaba el recorrido histórico en la península, con cuentos llenos de nostalgias y pesares. Se hablaba del Duche, de Hitler, de Stalin; de los comunistas y los socialistas,  de los “partigiani” y los “camiccie nere”. Así como una visión mágica, el  “Ocean Drive”,  el barco que los trajo hasta el Puerto de Buenos Aires, volvía a recobrar vida. Era como si retornaran al Atlántico en una situación de rehenes del pasado. Y en realidad, así era;  puesto que nunca lograron desembarcar por completo del navío.  Dejaron por siempre un pié puesto en la Bota.  De esta manera, lo que eran reseñas históricas, acontecimientos propios de una sociedad que se expandió por el mundo, quedaban recluidos en el pasado, en aquel Continente que les parecía tan lejano. Daban la sensación que antes de subir al Barco,  lo hubiesen esterilizado contra la historia que llevaban consigo, como si aquel libro, alguien lo hubiese quemado. Eran historias antiguas que no se volverían a repetir, habían quedado enterradas junto a dos locos que los llevaron a participar de una aventura de horror y espanto, y que se diluyó,  junto con sus cenizas. Nadie notó en ninguna ocasión, que Marco no era parte de esa historia.

Marco, a pesar de ser parte de la familia, se sentía en parte huérfano durante estas sobremesas. El conocía otra historia, una que se vivía en las calles de su país, que golpeaba las puertas de sus habitantes y que le era cotidiana en la Facultad.  Los cuentos que escuchaba de sus parientes, mas allá de quedar en un pasado lejano, se superponían a los acontecimientos que discutía diariamente con sus compañeros de estudio. Lo que para toda la mesa era un final, para él era un posible comienzo. Tal vez, para Ludovico, en su actitud  moderada,  fuese simplemente una continuidad y es que “un poco de brisa no hace la serenidad”.
A las grandes fábricas con sus dieciséis horas de trabajo, las sucedieron los televisores y el futbol. Las alacenas repletas y el buen vino, se conjugaban en una suerte de Opio Chino para estos sobrevivientes de la guerra. Era una generación que se consideraba satisfecha. Habían hecho su “sacrificio” y obtenido el mérito correspondiente. Los hijos iban ocupando los lugares vacantes en las mismas fábricas que ellos ayudaron a formar. Las hijas encontraban maridos, que tenía su lugar en iguales fábricas. Todo era satisfactorio. El futuro estaba claro, y la historia la habían dejado en Italia. Solamente Marco, llevaba la historia de la región en su conciencia; la que bajo su óptica, iba tomando forma cada domingo con cada anécdota, con cada copa de vino.

El día que cerraron la primer fábrica, a alguno se le ocurrió pensar que algo estaba pasando. La mañana en la que unos cuantos militares se llevaron a Marco a golpes, junto a otros cuatro estudiantes de la cuadra,  Anna cayó presa de una profunda depresión y quedó inmóvil en una silla de ruedas.  Antonio, el padre, salió por fin de adentro de su fábrica y comentó:
_“¡Ma questi! ¿Erano los camiccia nera?

_No papá – Le contestó Ludovico-  Son los amigos de Renato, el dueño de la fábrica donde tu trabajas. ¿Te acuerdas? Es el hijo del gordo aquel de Verona, que tenía la fábrica de zapatos,  en donde yo trabajé de pequeño

Los domingos ya no hubo más reunión familiar; no tanto por la desaparición de Marco, del que no se supo nunca más nada. Más bien porque ya no había familia en Buenos Aires.  Aquellos que no regresaron a Italia en busca de trabajo, terminaron en cualquier otro país, en busca de salvar sus vidas.
Solamente un acto repetido acusaba que era domingo. A las doce  y treinta horas,  Anna en su silla de ruedas  se acercaba a la mesa del comedor. Miraba el plato que había colocado a las doce en punto  junto al vaso de vino y los cubiertos;  y empuñando su pañuelo se quejaba porque el plato no había sido tocado y el vaso de vino, seguía intacto.
  Entonces,  llamaba a Ludovico , y le gritaba;
_¡Ludovico! ¿Dimmi, non hai visto Marco?

_No madre, non l’ ho visto...

Has angustiado las aguas...

Has angustiado las aguas
guiándolas hacia quienes
poco de tu dolor avientan…
¿Y cómo no comprenderte?
¿Cómo no comprender
al hermano que hoy,
la vida le duele
por tus aguas, tus vientos,
tus agonías, tus movimientos?
¿Cómo no saberme
del bando de tus asesinos?
Tan poca culpa hemos tenido,
así como parte hemos sido
de tu silencioso exterminio…
¿Cómo vivir tu agonía
tras la daga hendida
que la demencia humana esgrimiera
dando en el centro de tu existencia,
sin pensar que una gota apenas de tu llanto
bañe el alma mía y de mi andar, cada acera?
No son mareas
llantos son,
lagrimas son,
de dolor son,
de niño asustado son,
de futuro son…
de futuro finito son.
No es venganza ni guerra,
es el dolor que te agrieta
el llanto que te ahoga
la impotencia que te avienta…
que son tus hijos los que te revientan
y hablan de dioses que respetan…
Tú mi aire, tú mi agua,
tú mi amor, tú mi esperma…
Has angustiado las aguas
guiándolas hacia quienes
poco de tu dolor desean…
y alardearemos de ignorancia eterna
asesinando sin cesar y ciegamente
a quien es Dios, Madre,
Ley, Moral y Ética,
de todo ser vivo
que habite su corteza.